miércoles, 20 de julio de 2011

Tocar el cielo – Tercera y última parte (por ahora)

Cuando pasas de los treinta, cuando te vas acercando a los cuarenta, ya eres un poco más cuidadoso para afirmar “encontré el amor de mi vida”. No como cuando muchachos, ahí cada relación era “para siempre” y todos los grandes estaban equivocados al decirme que pasará, que vendrán más, que no estoy enamorado de ella sino del amor, que todavía no sé lo que es estar enamorado, todos estaban mal, porque ella era el amor de mi vida… y meses después sería ahora ella… para un par de años luego ser ella… hasta que finalmente, un día sucede algo y descubres que la magia existe. Sucede algo que te toca y te cambia para siempre. Hay para quienes por apurados o distraídos no les pasa nunca o les pasa tarde, pero hay quienes, como a mí, les pasa en el momento preciso y de la forma correcta.

Supongo que a todos nos pasa que tenemos ese momento en la vida que todo se oscurece, que nos envuelve un manto de nocturnidad constante y, a pesar que el sol pueda brillar a todo lo que da, nosotros solo vemos noche. A mí me pasó, viví esa época en que confundes conceptos y te dices “voy a vivir” cuando en realidad lo que vas a hacer es degradar lo que hasta ese día era tu vida. Busqué a los amigos solitarios que siempre buscan compañía, a los que conocen a todos y donde van son “alguien”, a los que saben cómo, dónde y a qué hora la noche decide divertirse y el día decide acompañarla. Supe de discotecas, tragos, amigos y mucha pero mucha nocturnidad. Supe ser irresponsable, bohemio, gastador pero debo confesar que no anduve buscando faldas aunque siempre andaban cerca. Para mí era una época de patas y de estar solo, una época para olvidar malos ratos, malas personas y malas ideas. Toda esta nocturnidad duró un par de larguísimas y agotadoras semanas (tampoco hubiera aguantado más) que tendría su corolario una noche de copas con mi buen amigo Miguel.

Recuerdo poco que contar de esa noche, fuimos a una discoteca en Miraflores donde los dueños nos trataban muy bien y luego tomamos mi carro para ver a donde “la seguimos” pese a los ruegos de Miguel de “cortarla ahí nomás” ante los cuales más pudo mi terquedad de “un trago más”. De más está decir que no debí tomar y tomar el volante, demás está decir que no debí sacar el carro, de más está decir que me llené de malas decisiones. Llegamos a un conocido bar miraflorino y le dije a Miguel “si atienden, nos tomamos una chela, sino ya nos vamos”… y si atendían.

La única mesa vacía estaba al fondo al lado de una mesa con dos chicas. Ni nos fijamos, solo nos sentamos y SALUD!!! Yo no fumo pero Miguel sí y se le acabaron los cigarros, por lo que intentó comprar. “No vendemos cigarros” y la flojera pudo más, así que se volteó y le tocó el hombro a la chica de la mesa del costado. Yo andaba en las nubes pensando en la chela que tenía delante y en no más futuro que el siguiente vaso cuando la chica volteó. Miguel le dijo “hola, ¿me vendes un cigarro?” y ella sonrió y se lo regaló. Fue fulminante. Fue ese momento en que la sangre se congela y te sientes extrañamente atento y enfocado. Todos mis sentidos se concentraron en una sola frase: “YO TENGO QUE CONOCER ESA SONRISA”.

Guardé silencio, estaba alerta y pendiente de cada movimiento, Miguel se terminó su cigarro y yo mi cerveza. Me serví más. Miguel se veía con ganas de irse y yo le dije “¿no te provoca otro cigarro?”. Primero me miró y me dijo que no, pero antes siquiera de terminar se dio cuenta de la intención de mi pregunta y se empezó a reir. “Si quieres le hablo” y yo disimulé. “Si quieres un cigarro, sino no”. Lo vi tomar aire y girar, le tocó el hombro y nuevamente repitió el libreto, solo que al recibir el cigarro no se despidió sino le preguntó “¿cómo te llamas?”. La chica de la sonrisa le respondió “Pancracia” con tono ligeramente burlón y Miguel le preguntó por su amiga. “Yo soy Pancracia Uno y ella es Pancracia Dos” y se dispuso a cerrar la conversación y volver a su mesa con Pancracia Dos. No lo podía permitir, tomé impulso, valor, determinación y mi banquito y me senté directamente en su mesa, entre las dos Pancracias, diciéndole al oído “está un poco loco, si no le haces mucho caso no te va a molestar más”. Ella me miró como diciendo “¿y tú?” pero supongo que el atrevimiento fue divertido y luego de un salpicón de malas bromas, nos permitieron sentarnos y compartir una cerveza.

De ahí en más la noche fue muy extraña. La chica de la sonrisa solo sabía decir cosas que debería decir yo. “¿Puedes dejar de hacer eso?” le increpé sonriendo, pues no puedo hablarte de mí si todo lo que me gusta es lo mismo que te gusta a ti. Libros, música, ideas, todo lo que puede definirme lo decía ella primero. “¿Puedes dejar de hacer eso?”. Ya sonaba a nuevo libreto de conquista. Mientras tanto, Pancracia Dos nos juraba haber soñado este momento y le repetía a su amiga que debía darme su teléfono pues ella sabía que conmigo podía encontrar mucho de lo que buscaba y quien sabe… “¿Puedes dejar de hacer eso?”. Debo reconocer que costó mucho pero finalmente me dio su número y desde ahí el alud empezó a caer, la avalancha de locura, amor y lucha se desató con toda su furia. En mi corazón, nunca más nos separamos. Me tomó un tiempo que eso se haga realidad y sea permanente, me costó mucho contra que luchar, mucho por que luchar y mucho en cómo luchar pero lo logré. No, sigo luchando y ella lo sabe. “¿Puedes dejar de hacer eso?” JAMÁS!

Momentos diferentes en la vida de cada uno que marcaron mucho de ese 29 de abril en que te conocí. Supimos de inmediato que eso estaba pasando por algo. Tú tenías una vida difícil producto de un amor/desamor complicado y yo solo quería ser tu príncipe sin reino para hacerte reina de nada y construir juntos el palacio. La verdad es que ya vivías en uno enorme y lujoso pero no te dejaban tener la llave y eso no podía permitirte ser feliz. Trepé las peligrosas paredes, me arriesgué ante más de una fiera, pero finalmente, con aciertos y errores, preferiste a tu príncipe de nada y te fuiste conmigo.

Un día, cuando ya eras mía y aun con dificultades íbamos cimentando algo, fui nuevamente fulminado pero esta vez por una idea: “YO TENGO QUE CASARME CON ESA SONRISA”. Los detalles de cómo pasó todo merecen un capítulo aparte, pero dijiste que sí. Hoy eres mi esposa.

Esa noche que jamás olvidaré puedo afirmar que “encontré el amor de mi vida” y lo supe de inmediato, porque solo el amor de mi vida es capaz de aparecer, sonreir y al instante hacerme tocar el cielo.

En la vida hay muchas formas de tocar el cielo, recientemente recopilé tres de ellas que me vinieron a la mente y sentí vitales para mí. Estoy seguro que tengo más y que vendrán muchas más así que las esperaré y retomaremos el tema seguramente pronto, por ahora lo cerramos. Cuando venga mi primer hijo por ejemplo, conversamos.

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