lunes, 8 de agosto de 2011

Cómo meter un tubular en una botella de vino – Día 3

Dos días han pasado y mucho hemos comido, qué duda cabe que es hora de bajar tanta gastronomía con un poco de adrenalina y naturaleza, así que decidimos que el sábado sería día para la aventura. Día para cumplir la ilusión de mi esposa, que de forma totalmente desprendida se ilusiona no por ella sino por mí, porque conozca Paracas y Ballestas, porque vea la belleza de la naturaleza, como antes yo hiciera con ella en Islas Palomino. Entonces Paracas será, para allá vamos pero, ¿cómo llegamos?
Decidimos el camino “difícil” pero resultó muy bueno y ameno. Tomamos el inefable Soyuz a Pisco y llegamos en menos de 30 minutos a un “terminal terrestre” bastante artesanal en medio de la carretera, pero oportunamente junto a la entrada a Paracas, desde donde tomamos un taxi y en menos de lo que toma pensarlo, ya estábamos en el malecón. En otro suspiro contratamos el tour y hecho, en minutos más navegaríamos a Islas Ballestas.
Aprovechamos para dar una pequeña vuelta por el boulevard, las tiendas, los recuerdos. El recuerdo más recurrente que pudimos encontrar fue el mismo en todos lados. El terremoto. Me quedó nuevamente clarísimo que no se hace nada por recuperar al menos lo que se tenía antes de tan terrible momento. Los puestos de venta son solo planchas de tripley acondicionadas para permitir la venta tipo stand, los restaurantes del fondo son algo coloridos y variopintos pero en el fondo lo mismo, prefabricados, y finalmente el boulevard del centro si está muy bien cuidado y conservado de cara al mar, pero con mirar un poquito detrás del maquillaje, se nota que tras la pared de atención al público de los restaurantes, la devastación sigue igual. Es triste. Al punto que el propio muelle público anda en permanente refacción, cubierto por un mosquitero para indicar el camino. Y pensar que cobran un impuesto por uso, el Estado debería pagarle a Paracas un impuesto por abandono. En fin, estamos para disfrutar y… ¡es hora de embarcar!
Islas Ballestas
La ruta a Ballestas es agradable, la brisa hace el efecto deseado y solo quiero cerrar los ojos y respirar hondo. Me encanta navegar. A mi esposa no, ella sufre. Sé que lo hace por mí y lo valoro mucho, sé que ella ya conoce y lo valoro más aún. Sé que no lo volverá a hacer y empiezo a valorar más el estar ahí con ella. Pasamos el Candelabro con su historia y teorías y llegamos a las islas, me recuerda mucho Palomino pero aquí se ven estructuras rocosas más impactantes y una fauna más activa. El espectáculo es de agotar rollos, es que casi provoca tomar fotos con cámara antigua y revelarlas luego con ilusión. Quedé maravillado una vez más por lo bien que la naturaleza hace las cosas sin nosotros. Dimos la vuelta y era momento de regresar. Es curioso, el cielo se está abriendo por partes y las nubes dibujan interesantes formas. Hay una que me llama mucho la atención, parece medio corazón y decido completarlo con mi mano. Debo decirles que fue muy fácil dibujarlo con los dedos, pero tarea titánica fotografiarlo, igual quedó alguna que deja entender la magia del momento, eso de tocar el cielo adquirió nuevo significado, más literal y más íntimo.
Corazón en el cielo
Finalmente tocamos puerto y volvimos a tierra. Gratísimo momento que no olvidaré, estaba encantado sin saber que quizás venía lo mejor. Un cebiche antojadizo y una conversación con José.
“José se llama y lo tengo entrenado, dos soles y le das de comer” nos dijo el pescador que andaba cerca al muelle. “De verdad, mira, ¡José! ¡Ven acá!” y efectivamente, un enorme pelícano renegó un poco y se acercó a saludar. Había algo en la relación entre ellos dos que resultaba encantador, algo que te decía “si pues, son amigos” y que me dejó prendado. “Ya regresamos José, almorzamos nosotros y te damos de comer a ti”.
Ida y vuelta por el boulevard y no encontraba donde sentarnos a almorzar, no porque no hubiera sitio, sino porque no me llamaba ninguna mesa. Al final me di cuenta que la mesa ausente debía ser nuestra, ¿cómo así? Pues resulta que en un muy concurrido restaurante llamado Bahía I noté que tenía mesas perfectamente alineadas afuera, sin embargo en la esquina había un hueco y se me antojó que ese era el lugar perfecto para sentarse. Mi esposa solo suspiró resignada, “teniendo tantas mesas en todos lados, tú te quieres sentar donde no hay mesa” y nos anclamos en ese lugar a esperar que una mesa se desocupe y ver si la quieren mover para allá. La chica que atendía en el restaurante no paraba de reir al vernos ahí parados, celosos guardianes del lugar sin mesa y, finalmente cuando se retiró un grupo, nos cargó una mesa y dos sillas y nos habilitó esa esquinita olvidada, mágica, perfecta. “Un vaso de agua y la cuenta por favor” y luego de dudar, tanto la chica como mi esposa me miraron y soltaron la carcajada. “Tanto jorobar para eso jajajaja” y acto seguido estábamos leyendo la carta, muy buena y apetitosa. A los pocos minutos llegó el cebiche, el chicharrón y la cervecita para esperar. Era cosa de unos minutos. Ya casi. Si, explotó el sol en Paracas. No, no hacía calor, explotó el sol con una intensidad digna de sombrero. Antes de empezar a comer, fui rápidamente a ese puestito donde vi ese sombrero y lo compré. Dice mi esposa que me queda muy bien, así que no me lo quitaré más. Si ella lo dice, yo le creo. Paracas dice, así que es buen recuerdo.
Delicioso e inspirador
Un cebiche notable, fresquísimo y un chicharrón delicioso fueron devorados en breves minutos para luego hacer la sobremesa con una cervecita helada. Como es mi costumbre, el saldo del cebiche (la leche de tigre del plato) la dejé caer generosamente en mi cerveza (con gestos y muecas de mi esposa que desaprueba ese hábito mío). Para mi es delicioso, aunque confieso que no encuentro a nadie que piense igual. Terminamos el almuerzo, paseamos un poco y fuimos a buscar a José. La imagen fue muy gráfica del vínculo entre ambos. Sentados en la orilla, mirando al mar como dos buenos amigos esperando que muera el día. Nos acercamos.
Era buen momento, menos gente y más tiempo para conocer a José El Pelicano. Todo un personaje sin duda, comió un poco, se tomó unas fotos con nosotros y alzó el ala para decir “nos vemos”. El grupo lo esperaba bajo el muelle y hacia allá se fue a retozar un rato. Nos quedamos con el gentil pescador a quien nunca preguntamos su nombre pero asumimos que sería José. Se notaba que quería conversar, “son de Lima” dijo con ojos de cuéntame que te cuento y la charla se abrió. Nuestras vidas son poco menos que mundanas en la capital así que “así es, cuéntenos maestro ¿qué tal fiestas por acá?” y su lógica fue la nuestra, “difícil después del terremoto y estamos abandonados”. Nos contó cómo la tragedia pasó ese día muy cerquita de su vida, pues llegó a su casa y la encontró destruida por completo, sin rastro de su mujer e hija. “La fuerza sale maestro, no se piensa” y movió los escombros sin siquiera recuperar el aliento hasta que vio un bracito. Luego una cabeza, y poco a poco, logró salvar con apenas vida a ambas. No entiende como hizo, de donde salió la fuerza, pero las salvó. La casa es tema material, pero las salvó. Están con él, es que, “¿qué me hago sin ellas amigo?”. Que duro escuchar una historia así y que noble ser dejamos ese día en el muelle de Paracas. “Maestro y desde acá, ¿distingue a José? ¿o ya todos son José?”. Su sonrisa fue elocuente, pícara, cómplice. “Ya todos son José patrón, ya todos son José” y echó a reir. Hermosas las islas, fantástico el almuerzo, pero ese momento con José nos tocó fibras muy sensibles, las humanas.
José y José
Lo que sigue es reunirnos con el grupazo y hacer juntos que un tubular entre en una botella de vino. Primero lo primero, vamos a La Huacachina por aventura, adrenalina, emoción. Vamos a hacer los dichosos tubulares. Llegamos al maremoto de gente a pugnar por uno de esos vehículos salidos de Mad Max, necesitamos dos para tanto loco, así que el grupo se dividió. Mi esposa y yo nos fuimos en uno de 9 pasajeros con un piloto de no más de 25 abriles que, como es lógico, es un poco más “loquito” que los mayores. La montaña rusa no paró nunca. Hueco por aquí, rampa por allá, subida, bajada, duna, abismo, salto, revuelco y uno de los mayores vacilones de mi vida. Mi esposa discrepa absolutamente, no diré que lo odió pero si me queda claro que no lo hará de nuevo jamás. Yo sí. El sandboard fue un respiro a mitad de camino. Un divertido deslizamiento en la arena que malogró cámara y teléfono por un rato pero que valió la pena, para luego retomar la montaña rusa y regresar a la laguna. Como diría mi esposa en medio viaje (más bien lo gritó) “acaso estamos locos para hacer esto” y si, estamos. De otra forma que aburrida vida sin locura, yo quiero estar loco, yo quiero hacer esas cosas y muchas más. Sé que tú también.
Ignorante a la vista - Huacachina
Cerramos el paseo con una caminata por la laguna, algunas fotos contra el sol que me gustaron mucho y era hora de volver. Hora de decir adiós al grupazo y quedarnos los dos en el abrigo de la noche chinchana. Momento, solo un cebichito para el almuerzo y tanta adrenalina da hambre, me provoca parrilla. Encontramos el lugar y fuimos para allá. “El tubular me ha dejado mareada” me dijo sonriendo mientras nos sentábamos en la mesa. El pedido fue casi automático, “dame tu parrilla para dos y una botella de vino”. Empezamos a disfrutar la cena que debo decir fue cumplida. No notable, pero sí muy agradable. Primera copa de vino, salud mi amor y gracias por tan lindo día. Un brindis, unos segundos y de pronto mi querida esposa comienza a sonreir. “Estoy un poco mareada” pero sin dejar de sonreir. No le dimos mucha importancia y seguimos comiendo. A la segunda copa ya el tema era por decir lo menos divertido. Mi amada parecía dopada, como recién anestesiada o como adolescente que toma licor por primera vez. La sinceridad a flor de boca, una sonrisa dibujada y una especia de euforia bien llevada. Es que de verdad, si cosas así pasaran al menos una vez al mes, yo no me quejo. Me divertí mucho a merced de mi señora y ella lo sabía. Era un estado de modorra consiente que lo hacía más ameno aun. Ya el broche de oro fue al terminar de comer el pollo en que dejó una mínima porción, un pedacito, una puntita. Le pregunté porque dejaba eso y me respondió sabiamente “no, la puntita no, así es como empiezan los problemas”. Nos reímos como locos y envidié mucho su estado semi consiente. Claramente no era nada serio para su salud, solo que el vaivén endiablado del tubular se vino con ella y se metió en la botella de vino, para regalarnos un memorable cierre de noche del día 3.
“no, la puntita no, así es como empiezan los problemas”
Espera un momento, entre tanta emoción se nos fue el día y no buscamos a la familia. Cerré los ojos con la preocupación de abrirlos muy temprano para cumplir mi misión. Mis abuelos andan por aquí, mis raíces andan por acá, caminando estas calles hace 70 años, en sus rincones y en sus recuerdos y yo debo encontrarlos mañana. Debo y lo haré.

1 comentario:

  1. Muy provocativo relato.....más tarde lo leeré nuevamente y con la imaginación de que voy de pesca siempre a Barlovento (Detrás de la Bahía de la Independencia) y conozco el mar, la playa, el desierto, los cielos, los delfines, pingüinos, lobos, pelícanos, gaviotas, etc....

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